Panamá. Acaban de salir de la selva del Darién, avanzan exhaustos, arrastrando los pies, sudorosos, sin agua. «Horrible, horrible, ha sido lo peor». Son migrantes que no se creen que tras varios días de caminata han logrado superar una pesadilla de muerte, robos y violaciones.
La venezolana Diana Medina, de 20 años, se desploma en el suelo. Ha llegado a la conocida como Quebrada del León, el primer punto tras la selva durante la estación seca al que pueden acceder las canoas de los indígenas, que los trasladarán por el río Tuquesa hasta el poblado de Bajo Chiquito, en el sur de Panamá.
«Horrible, horrible, ha sido lo peor. Me tuve que lanzar en un río (…) No sentía fondo, por eso fue que me desesperé, casi me lleva la corriente, fue horrible, fue horrible», explica a EFE esta joven, que viaja con dos primos.
Tres jornadas caminando doce horas diarias en las que vieron «cosas feas, muy feas». «Vimos un (cadáver) que tenía un tiro aquí (en la frente), boca abajo, había otro en una carpa y había un hombre, una niña y… me imagino que era una familia», rememora Diana, que trata de no perder la sonrisa, aliviada.
El goteo de migrantes que llega es constante, familias enteras, niños en brazos, a hombros, grupos de jóvenes. Todos repiten las mismas experiencias en la selva, con el descenso de acantilados, la sed sin poder beber el agua del río contaminada por excrementos y cadáveres, y los continuos atracos.
«Las amenazas que usan, las armas, te da miedo. Uno dice ‘pierdo el dinero y ya veré’. Uno trata de esconderlo, lo más que pueda, pero ellos te amedrentan -‘si vas con niños, apuntan a los niños’, añade una mujer- Al ver dos, tres muertos, ya te da miedo», revela a EFE el venezolano Jonathan, de 32 años.
El joven hace cola para subir en una de las canoas, por la que pagan 20 dólares por adulto a pesar de los robos. «Tú vienes con tu sueño, con tu platica guardada, tanto que uno se esfuerza por la mala cosa que hay en Venezuela y en 15 minutos pierdes la plata. A lo que te adentras en la selva, te agarran».
Pesadillas nocturnas
Al acampar en la noche, alguien del grupo se queda haciendo guardia, pero pocos duermen. «Los ruidos», repiten. La mayoría son de animales, «pero uno sabe también cuándo es un ruido humano», y además «te alumbraban por la selva para ver si estás despierto», relata Jonathan.
«Es sumamente difícil, mucha inseguridad. Tú acampas y escuchas bulla, han robado, han violado, y ahí en esas zonas no sabemos quiénes son. Para mí fue muy duro. Por donde usted busque meterse, se va a encontrar peligro. Es que no, ni la comida te alcanza. Nos quedamos ahí sin comida hace prácticamente dos noches. Te toca y te roban, con armas y todo en plena vía», dice.
Muchos tratan de regresar, lloran, pero no hay manera.»Es como un hacha, como una guillotina, si pasas, se cerró, si regresas te vas a cortar, no hay manera de volver, no hay. Porque hay cuerdas que tú desciendes, y para subir tienes que ser un profesional (…) La verdad es que es tremendo. A todo el que le preguntes: arrepentido».
Pero a pesar de las dificultades, la avalancha de migrantes que cruzan la selva del Darién en su ruta hacia Estados Unidos continúa, no cesa, y va incluso en aumento.
Un tsunami de migrantes
Solo en lo que va de año atravesaron el Tapón del Darién más de 70.000 personas, según datos oficiales del Servicio Nacional de Migración de Panamá, una cifra cinco veces superior a la registradas en 2022 durante el mismo periodo.
Este aumento desproporcionado sorprende porque fue precisamente el año pasado cuando se registró un récord histórico de migrantes en su ruta a través del Darién, con más de 248.000 personas, que a su vez había supuesto casi el doble de los identificados en 2021.
Después de su salida de la selva y llegada en canoa a la comunidad emberá de Bajo Chiquito, donde los migrantes todavía tienen que costearse todos los gastos, éstos son trasladados a uno de los centros de recepción de las autoridades panameñas, donde les dan refugio y ayuda antes de enviarlos en autobús hacia el norte.
Allí, en esas Estaciones de Recepción Migratoria (ERM), les reciben también organizaciones humanitarias como Médicos Sin Fronteras (MSF), donde tratan a migrantes muy afectados por el paso por la selva, con llagas, picaduras de insectos, diarreas, vómitos.
«Y luego también es muy traumático en lo psicológico el paso por la selva, por la exigencia del terreno, por las condiciones geográficas y climáticas, porque no son rutas, sino que son trochas de barro, con diferentes alturas, en donde tienes que escalar, donde uno se resbala, donde se puede caer por despeñaderos», detalla a EFE la coordinadora de Terreno de MSF, Tamara Guillermo.
Además, añade, están afectados «por haber sido víctimas, o también testigos de violencia y de violencia sexual, y también por la gran cantidad de cadáveres que ven a lo largo de la ruta».
Las víctimas de violaciones, explica la cooperante argentina, han narrado durante las últimas semanas sucesos similares, que comienza siempre con un atraco.
Luego «llevan arriba de un monte al grupo entero, los desnudan a todos, hombres y mujeres, los hacen acostar boca abajo, les revisan todas sus pertenencias, luego comienza lo que es la búsqueda de objetos dentro de las cavidades anatómicas, también la amenaza y la realización de violaciones», detalla.
MSF ha solicitado un permiso para contar con un puesto de emergencia lo más cerca posible de la selva, para poder así atender cuanto antes a estas víctimas, que en el caso de la violencia sexual tienen un estrecho margen de tiempo para evitar embarazos.
Cadáveres y olor a muerte
En Bajo Chiquito, caída la noche, las historias de abusos en la selva se repiten. Todo el mundo habla, se desahogan entre ellos. Basta acercarse a un grupo para escuchar nuevos relatos, y son muchos. Ese día llegaron al pequeño poblado mil nuevos migrantes.
El joven venezolano Engelbert Useche recuerda a «los tres chamos» que robaron a muchos de ellos, además de los muertos que se iba encontrando por el camino.
«Cuando vi el primer cuerpo, todos lo vimos, que estaba en una carpa por unas piedras, ahí sí dije, ‘viene lo peor’. Después de ahí encontramos otro cuerpo, un pie en descomposición (…) Alrededor del tercer día de viaje había un cuerpo en un árbol, estaba recién, tendría como cinco días. Y al frente de ese árbol, en una cascada, había otro», dice.
«Y olimos varios, pero no los vimos».
Fuente: La Estrella de Panamá.